Hoy cojo un avión. La última vez que cogí uno fue hace ya más de año y medio, un otoño especialmente frío y oscuro. Recuerdo llegar al aeropuerto demasiado temprano, práctica que por insistencia de mi madre repetiré. En esa época llevaba flequillo, encrespado y despeluchado, luchando por su vida y por su naturaleza, un rizado natural que quería enrollarse como los brotes de una planta de habichuelas pero estaba estirado contra su voluntad. Finísimo, castaño dorado y frágil, al fin pudo ser libre y disfrutar de lo que debía de haber sido tras a regañadientes rendirme y aceptar su propia naturaleza, mi propia naturaleza. Llevaba gafas, pero no estaban graduadas. Tras lo que me dijo la joven en bata blanca en la óptica del centro comercial, las lentillas iban mejor para el exterior, y tenía toda la razón. Al salir a la calle para tirar la basura, en zapatillas y pijama, llevando aún mis gafas redondeadas y grandes, anchas y gordas, llenas de huellas dactilares, polvo y piel muerta, veía el mundo como a través de un catalejo, los centros parecían mas claros y los bordes más inquietos, todo parecía mas lejos, era como ver una película de ciencia ficción que acontecía en mi calle. Al serme imposible distinguir mis propios pasos llevando aquel estropicio, me entró una crisis de identidad: no era nadie sin mis gafas. Siempre había sido la de las gafas, incluso si había mas gente que las llevase, yo era más de tener gafas que nadie más. Formaban parte de mí, y me negaba a ir en contra de ello. Así que de salida a la óptica, decidí comprarme otro par, redondas, doradas y grandes, como las de aquellas chicas con flequillo y cárdigans que veía, y me las ponía siempre que salía. El destino de esas gafas acabó siendo irónico, después de dejar de ponérmelas y abandonarlas en una funda de cremallera, grisácea, de muy mala calidad, en uno de los estantes de mi cuarto, pasaron a otra dueña que las apreciaría mucho más que yo, y que vuelvo a ver cada vez que la veo. De esta forma, una parte de mí, de mi pasado, habita en ella, como un recordatorio de aquellas decisiones que parecían las únicas adecuadas que ahora se ven como un sinsentido. El aeropuerto está muy lleno, siempre lo está. Los carteles en alemán me recuerdan en dónde estoy, un sur invadido, despellejado de su familiaridad, de los suelos fríos de mármol, de las mantas llenas de polvo, de las sillas medio rotas, los juegos de mesa que se pudrían en el armario y las cocinas medio sucias. A esta hora estaría saliendo del conservatorio un buen día, entrando temprano pero saliendo temprano también, antes de que anocheciese los días más fríos, andando rápido por detrás del edificio para encontrar el Fiat amarillo de mi madre, donde un olor a una crema de calabacín que se desparramó tras un incidente del que yo no fui presente nunca se iba del todo, encender la radio y no prestar atención a ella, y charlar sobre mi frustración o mi euforia, mis planes o mis experiencias. Pero en su lugar estoy aquí, en otro aeropuerto, cansada después de viajar en coche. Intento no pensar, distraerme con un libro que me he traído, o mirar el móvil compulsivamente. Me remango y miro la esfera del reloj de muñeca que me regaló mi madre, quedan 48 minutos. Pero este no es el mismo aeropuerto, este no es el ligero y encantador aeropuerto de Granada, con asientos de metal, dos tristes máquinas expendedoras, control sencillo, que recuerda más a una estación de autobuses; no, este es el de Málaga, al que me veía forzada ir si quería un vuelo barato, mi madre haciendo de taxista para mí, mis abuelos y mi padre, enorme, lleno de salidas, carteles, tiendas, personas. Logos enormes me abruman, me recuerdan que no estoy en casa, estoy en un limbo entre lo nuevo y lo viejo, lo de fuera y lo de aquí, no hay impuestos ni comodidad, es tan solo un lugar de paso. Nadie quiere quedarse en un aeropuerto, nadie quiere sentarse en las incómodas butacas agujereadas ni en las cafeterías requemadas, todo el mundo tiene un destino, un plan. Algún sitio donde ir tras salir de este infierno. Ahora mismo estoy en un tercer aeropuerto, pero a diferencia del resto de la gente, no tengo a dónde ir. Es lo que sentía muy fuertemente hace poco, y es una frase que hubiera escrito en un diario que hubiera abandonado a la semana, pero sin embargo, por primera vez en mi vida, no me siento así. Estoy saliendo del aeropuerto, y han venido a recogerme. Personas que se han tomado la molestia de conducir, o tomar un tren, para ir a por mí, a recorrer un trayecto que yo hubiera sido perfectamente capaz de hacer sola, pero en su lugar me acompañan. No porque sea necesario sino porque quieren. Tengo un rumbo, sé exactamente a dónde ir, con quién y porqué. No me siento perdida, mi itinerario está cumpliéndose por ahora, e incluso si saliese algo mal, sé que cuento con la ayuda que necesito y el apoyo que se me dará incondicionalmente. Ya no estoy en un aeropuerto.
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